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Víctima y verdugo se alían

Los brasileños se hermanaron en con los alemanes en contra de los argentinos.

Arriba, la presidenta de Brasil Dilma Rousseff, y la canciller alemana, Angela Merkel, durante el encuentro.
Arriba, la presidenta de Brasil Dilma Rousseff, y la canciller alemana, Angela Merkel, durante el encuentro. EDDIE KEOGH (REUTERS)

Tres horas antes de que empezara la final, el ambiente en la cidade maravilhosa alcanzó una temperatura altísima. Por el paseo de Leme que lleva desde la favela del morro Babilonia hasta la milla de oro de Copacabana (donde se ubicaban el FIFA Fan Fest y los hoteles más caros de Sudamérica) se escuchaba a argentinos cantar “no nos va a quedar fernet [un licor]” a las once y media de la mañana. Lucía un sol espléndido.

El tráfico tenía un volumen propio de día laborable. Bares y restaurantes estaban repletos. Se veían, incluso, hinchas alemanes en las calles. Los más rezagados en llegar habían comprado una camiseta de la equipación rojinegra de la temible selección de Joachim Löw, con los mismos colores que suele lucir Flamengo, el club más popular de Río, cada semana en el mítico Maracaná. “Hoy torcemos por Flalemanha”, se oía frente a un puesto de cervezas. El hermanamiento entre la víctima y el verdugo de la semifinal, entre Brasil y Alemania, era ayer total por culpa de Leo Messi.

Por cada hincha germano había 10 albicelestes y tres policías

La playa explotaba de gente, en pleno invierno, tras tres días de lluvia incesante. Los cariocas soportaron con admirable entereza la invasión argentina de sus calles en días muy complicados para el aficionado medio. El ruido argentino es perenne y venía condimentado por su talento creativo. Hicieron de la ciudad un barrio más de Buenos Aires, de Rosario, de Córdoba, de Mendoza; los miles de hinchas hermanos durmiendo en tiendas de campaña en el Sambódromo formaban estos días un auténtico espectáculo, un festival de patriotismo futbolero compuesto por hinchas fanáticos que se encontraban por primera vez en uno de los momentos más memorables de su vida. Y a las dos horas, con un fernet de por medio, parecían ya amigos de toda la vida y se ponían a cantar y a preguntarles a los estoicos ciudadanos de Río, sin esperar una respuesta, aquello de “¿Qué se siente, Brasil…?”.

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Ayer por la mañana se veían ya aficionados alemanes en la ciudad. Por cada uno de ellos había 10 argentinos y tres policías. Jeeps llenos de soldados armados con fusiles de asalto y escopetas repetidoras, provistos de chalecos antibalas, estacionaban frente a los hoteles que acogieron también a jefes de Estado para acompañar a la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, en la ceremonia de clausura de la Copa. Los brasileños habían quitado ya algunos elementos decorativos de las calles, pero eran conscientes de que vivían un día irrepetible, el último del Mundial de los Mundiales. No se hablaba mucho del 0-3 del día anterior contra Holanda: el 7-1 y la final lo eclipsaron todo. Se veían camisetas verdeamarelhas en las inmediaciones del Maracaná. El esfuerzo final de argentinos y alemanes por conseguir entradas a menos de 10.000 dólares (unos 7.353 euros) era frenético. La hinchada albiceleste asedió oficialmente la catedral del fútbol latinoamericano. Se hicieron fotos con los alemanes. Estaban todos eufóricos. “¡Hasela ahora, boludo!”, gritaban, “¡que todavía están sonriendo!”.

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