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Travis Kalanick: Con colmillo y mala educación

La personalidad agresiva y cínica del fundador de Uber coloca el futuro de la empresa de transporte en una encrucijada

Costhanzo

Uber era el ejemplo que seguir. Durante los últimos cinco años, esta aplicación de transporte ha sido la joya de Silicon Valley. Otras start-ups querían aprovechar este tirón y se definían como “el Uber de los masajes”, o “Uber de los aviones”... Desde la eclosión de Facebook y WhatsApp, ninguna empresa de este valle californiano había crecido tanto, en tantas métricas: incorporación de usuarios, recurrencia de uso de la aplicación o capacidad para atraer inversores. Técnicamente, es la más relevante. Su valoración supera la de cualquier otra idea de reciente creación convertida en empresa. Supera los 50.000 millones de dólares, seguida por Airbnb (35.000 millones de dólares).

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Comandada por Travis Kalanick, la firma ha conseguido que reservar un coche para ir de un punto a otro sea tan sencillo como encargar una pizza y, en muchos casos, más barato. En el camino ha derribado muchas barreras, pero también ha abierto más batallas de las que puede afrontar.

Ahora Kalanick (Los Ángeles, 1976), el personaje detrás de todos estos logros, se rinde. El héroe y villano de Silicon Valley pide ayuda. Solo ya no puede más. Acaba de tomar dos decisiones: recibir terapia y buscar a un segundo que le ayude a poner orden en una start-up que solo en la bahía de San Francisco tiene tres sedes dispersas con atribuciones poco definidas.

Travis personifica el espíritu de la conquista del Oeste. Un tipo hecho a sí mismo cuya dureza y fe le han llevado lejos. Su empresa es igual de polémica que el líder. Y agresiva, como quedó probado en la cortante conversación que Kalanick mantuvo con un chófer de su plataforma que se quejaba de la abrupta bajada de tarifas. El conductor dijo que apenas le daba para pagar las facturas. El directivo sacó colmillo y mala educación sin percatarse de que el conductor contaba con una cámara de seguridad en el interior del vehículo. Aquella grabación se convirtió en contenido viral en YouTube durante una semana.

Los problemas de personalidad de Kalanick vienen de largo. Ya en 2014 pidió que se espiase a los periodistas críticos con el servicio de su app. Dicho y hecho, los ingenieros diseñaron una herramienta interna para poder monitorizar sus trayectos habituales y los que no lo eran tanto… Y bautizaron su creación con el nombre “modo Dios”, porque permitía mirar desde una posición elevada gracias a su perfil de Uber.

Hace dos años Kalanick apareció en la Ópera de San Francisco con un cachorro en el regazo y su novia del brazo. Recogió el Crunchie, el equivalente a los Oscar del mundo techie, como mejor start-up de la temporada. La enternecedora imagen tenía una historia detrás. Su novia, una violinista de Palo Alto a la que conoció en una fiesta, declaró que él le había salvado la vida sacándola de la anorexia. Un golpe maestro del departamento de relaciones públicas para atenuar las críticas. Antes de interpretar la escena con la indefensa damisela a la que salvaba de sí misma y la mascota achuchable, tuvo que tragarse un escrache a la puerta del edificio señorial. Los conductores de su aplicación, molestos por no contar con ningún tipo de protección, le montaron la escena. No pedían un contrato, sino simplemente acceso a un seguro médico y una mejor póliza para sus vehículos.

En agosto de 2016 la pareja ya estaba rota. Él tenía 40. Ella 26. No se sabe quién se quedó con el perro, aquel clon del de los anuncios de papel higiénico. Kalanick acaba de descubrir que Uber había perdido más de 1.000 millones de dólares.

El trato personal no está entre las virtudes de este joven genio del transporte. En octubre de 2015, Twitter comenzó a dar síntomas de crisis. Cuando circularon los rumores de despidos —que semanas después se llevaron por delante al 30% de la plantilla— Kalanick envió un mensaje a un gran número de ingenieros. Los invitaba a cambiar de compañía, ofrecía excelente remuneración y un buen paquete de acciones, pero cometió un fallo. Cuando los empleados empezaron a hablar entre sí se percataron de que a ninguno le especificaba el puesto. Contestaron en bloque: “No somos carne”. Se sintieron insultados por este intento de contratar ingenieros al peso.

En las últimas semanas ha comenzado el éxodo. El pasado domingo abandonó el director de operaciones, Jeff Jones, que ha durado solo seis meses. Raro es el empleado que dura más de año y medio en esta empresa. Uber se ha convertido en un lugar de paso. En los dos próximos meses se espera una sangría mayor.

Ninguno de sus resbalones ha afectado demasiado a Kalanick. Mientras las redes sociales le criticaban sin piedad, los inversores de capital riesgo le ponían como ejemplo de tipo seguro de sí mismo, capitán de barco con rumbo claro. Su suerte cambió con el cambio en la Casa Blanca y con el descubrimiento del machismo imperante en su empresa. Tuvieron que darse de baja más de 300.000 usuarios para que dejase su puesto de asesor del presidente Trump. Y Susan Fowler, una ingeniera, denunció un año entero de vejaciones y proposiciones en el trabajo sin que el departamento de recursos humanos, avisado del caso, hubiera hecho nada para remediarlo.

Uber tiene abiertos procesos en todo el mundo. Ya sea con el sector del taxi, con autoridades locales o con sus propios conductores. Su último escollo es quizá el más complicado en Silicon Valley. Han pasado de ser los protegidos a ser los enemigos de Google, la empresa más generosa, pero también la más implacable cuando toca. Google entró como accionista en Uber en sus inicios. Pusieron 250 millones de dólares. Hace un mes, el gigante tecnológico acusó en los tribunales a Uber de robo de propiedad intelectual y patentes. Según Google, el radar de control central del coche sin conductor de la start-up es una copia del suyo.

Mientras los cazatalentos del valle californiano intercambian cromos para dar con un director de operaciones a la carta para Uber, Travis se aferra su puesto. Necesita un número dos, pero él quiere seguir siendo el número uno. Su escritorio en la oficina de la calle Market se ha convertido en un Tinder de currículos: “Este sí, este no”.

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