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ingeniería

Cómo evitar que un ciego vea fantasmas

Un experimento elimina las formas falsas de luz que perciben invidentes a los que se les ha instalado un implante en la retina

José Manuel Abad Liñán
Sistema de visión Argus.
Sistema de visión Argus.Second Sight Medical Products iNC

Para una persona que ha perdido la vista, la promesa de distinguir aunque solo sea entre luces y sombras resulta esperanzadora. Desde hace cinco años están disponibles unos implantes que se colocan directamente en la retina, esos transformadores tras los ojos que convierten todo lo que vemos en señales eléctricas digeribles para el cerebro, y que ofrecen sensaciones visuales a ciegos totales afectados por una enfermedad que toca a una de cada 4.000 personas. La retinosis pigmentaria arrasa con las células más externas de esos órganos internos del ojo y deja ciegos, antes o después, a todos quienes la padecen. Su campo visual se va reduciendo por cada lado hasta dejar una última rendija vertical con la que asomarse al mundo. Al final, también esa rendija desaparece. 

El mal, eso sí, deja intactas las células encargadas de enviar los impulsos eléctricos al cerebro. Alguien aprovechó esa buena comunicación entre ojo y cerebro, y pensó en proporcionarles directamente los estímulos eléctricos al cerebro. La idea se sustancia en un dispositivo formado por unas gafas que captan la imagen de lo que el paciente tiene delante. Luego, un programa traduce esos claros y oscuros en distintos impulsos eléctricos, y después, bien instalado en la retina del paciente, un implante los recibe y se los transmite al cerebro. El resultado es algo que a duras penas puede considerarse visión, pero que es mejor que la oscuridad absoluta. Lo describen como una nebulosa de claros y oscuros en los que apenas se intuyen los objetos de mayor tamaño; un mundo esbozado por vagos contrastes.

Las apariciones no se corresponden a ningún objeto en el mundo real, pero algo en el implante hace que el cerebro las considere verdaderas

Se trata de una tecnología extremadamente cara y, además, solo merece la pena aplicarse en un grupo muy reducido de pacientes, precisamente aquellos que ya no ven nada más que alguna luz difusa que ni siquiera pueden precisar si viene desde su derecha o su izquierda. 

Muchos invidentes con el implante acusan además un molesto fenómeno: aseguran ver unas formas alargadas de luz que ocupan mucho espacio y que ocultan lo poco que logran adivinar de su entorno: una especie de fantasmas luminosos.

Las apariciones no se corresponden a ningún objeto en el mundo real, pero algo en el implante hace que las neuronas de la retina —una especie de embajada del cerebro fuera de su territorio— se estimulen de más y le transmitieran al órgano central que ahí, delante, hay una forma verdadera. Ahora, un equipo de ingenieros y oftalmólogos de la Universidad del Sur de California (USC) cree haber encontrado la solución: ampliar la duración de las pequeñas corrientes eléctricas que transmite el implante. La habitual es de apenas 0,5 milisegundos. El grupo ha probado a transmitirlas durante 25 milisegundos. Una nimiedad: si un nanosegundo durase lo que un segundo, un segundo se alargaría a casi 32 años. 

Píxeles

El investigador principal del estudio, Andrew Weitz, se ufana de que, gracias a su logro, se estimulan de manera más atenta las neuronas: "Hablamos de un estímulo muy concreto (si fuera una pantalla, hablaríamos de unos pocos píxeles, y cuando menos se estimulen, mejor, porque más precisa es la imagen que se hace la persona. Piense en cada punto de luz como un píxel en una imagen. Si se agrupan mucho de esos puntos de luz para lograr la forma de un objeto, podemos generar imágenes más definidas de ese objeto", ejemplifica. Como para una persona vidente es difícil imaginar cómo es la cuasiceguera, el investigador describe así el cambio: "Para quienes llevan gafas, es la diferencia entre leer un león que está a lo lejos con y sin ellas". El experimento ha sido realizado solo en animales y aparece publicado en la revista Science Translational Medicine.

Para Álvaro Fernández-Vega, uno de los pocos retinólogos con licencia para implantar estos dispositivos en España, estos implantes no equivalen, como a veces se ha dicho, a un ojo biónico: "Estamos muy, muy lejos de que podamos implantarle un dispositivo a un paciente y que vea". Además, a su alto coste se añade que solo pueda aplicarse a un 1% de los pacientes. Eso hace que su prescripción esté muy restringida. Desde su centro de trabajo, el Instituto Fernández-Vega en Oviedo, el investigador y facultativo insiste en que es fundamental que el candidato a la operación haya perdido ya la visión: cualquier resto de ella es mejor que lo que el dispositivo ofrece. Además, debe presentar "una actitud muy positiva, porque el resultado puede ser frustrante: lo máximo que se consigue es tener cierta sensación de contrastes", apunta Fernández-Vega. Refiere el caso de un paciente que celebraba, simplemente, poder distinguir los blancos y los negros de un paso de cebra. 

El dispositivo no está cubierto por la Seguridad Social ("el beneficio que se obtiene es muy pequeño para el coste", apunta Fernández-Vega) y por eso la mayor parte de los retinólogos no lo utilizan salvo en casos "muy especiales".

Unos a los 20, otros a los 80

Hasta que la genética supo ponerle etiquetas más precisas, la retinosis pigmentaria era un cajón desastre para referirse a muchas enfermedades distintas. Tenían en común ser hereditarias, producir una alteración de las capas más importantes de la retina (las externas: el epitelio pigmentado y la capa de conos y bastones) y, al tiempo, dejar las internas y el nervio óptico intactos. 

"En la práctica, el paciente lo que percibe es que su campo de visión cada vez es más estrecho, pierde visión por los laterales, aunque lo que sigue viendo se observe razonablemente bien. Tiene también muy mala visión nocturna. Eso sí, la evolución de la enfermedad es muy distinta: algunos pacientes mantienen restos de visión hasta los 80, otros, a los veinte, ya la han perdido toda", explica Fernández-Vega.

Las neuronas de Cajal eran del ojo

El Nobel español Ramón y Cajal estudió la sinapsis neuronal en células de la retina. En su época, además, no había otra forma de estudiar este órgano del ojo que no fuera en un cadáver. Hoy, con técnicas como la Tomografía de Coherencia Óptica que realiza un escáner óptico y permite ver el corte de la retina en un momento real, en un paciente vivo y sin necesidad de microscopio.

Detrás de esos distingos entre unos y otros se esconden los genes. Aunque no existe tratamiento, la terapia genética es una muchas líneas de investigación, aun muy básicas, que pretenden dar con la clave que frene o evite la enfermedad. La neuroprotección (es decir, tácticas que, si bien no curan la enfermedad, reducen el número de neuronas que mueren) es otra de ellas, al igual que una tercera, por lo pronto tan prometedora como ineficiente: trasplantar células madre al epitelio pigmentario de la retina. Se sabe también que el componente azul de la luz solar es dañino para estos pacientes y por eso es habitual prescribir unas gafas que filtran ese color en el espectro electromagnético.

Además del coste del aparato, implantarlo implica costes médicos y terapéuticos, los que conllevan reeducar a las personas para saber usar el aparato de la mano de optometristas y, atención, la reforma de la casa del paciente: hay que pintar los muebles, paredes y puertas alternativamente en blanco y negro para que su contraste pueda percibirse bien por el aparato. Lo mismo vale para la vajilla y otros objetos de uso cotidiano.

Este avance no llega a crear un nuevo estándar, sino que afina el uso de un dispositivo ya existente, Argus. Es uno de los implantes más frecuentes, aunque ya hay una enorme variedad de ellos, y se colocan en diferentes puntos de la anatomía del ojo. La técnica, por lo demás, no es la única que aúna oftalmología e ingeniería. "A nivel experimental hay líneas de investigación que intentan la estimulación directa de la corteza cerebral, evitar el uso del ojo por completo: usas el estímulo eléctrico y se lo proporcionas directamente al cerebro, pero es todavía ciencia ficción", apunta Fernández Vega.

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Sobre la firma

José Manuel Abad Liñán
Es redactor de la sección de España de EL PAÍS. Antes formó parte del Equipo de Datos y de la sección de Ciencia y Tecnología. Estudió periodismo en las universidades de Sevilla y Roskilde (Dinamarca), periodismo científico en el CSIC y humanidades en la Universidad Lumière Lyon-2 (Francia).

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