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Por qué los japoneses aman a los robots

La influencia del manga y del sintoísmo ayudan a explicar la fascinación que hay en Japón por las máquinas inteligentes

Andrés Ortega

A los japoneses les encantan los robots. Más aún los humanoides, ya sean androides (con forma de hombre) o ginoides (de mujer), o incluso animaloides. Por varias razones, algunas derivadas de las necesidades sociales de una sociedad que envejece, otras industriales, y unas terceras profundamente culturales. Después de todo, fue en Japón donde hace años se inventó ese juego/programa, el Tamagotchi, una mascota virtual que había que cuidar. La cuestión viene de lejos.

El director del Museo Nacional de Ciencia Emergente y Tecnología de Tokio, Mamoru Mori (derecha), y el profesor de la Universidad de Osaka Hiroshi Ishiguro, con dos humanoides robots, en el museo, en junio de  2014.
El director del Museo Nacional de Ciencia Emergente y Tecnología de Tokio, Mamoru Mori (derecha), y el profesor de la Universidad de Osaka Hiroshi Ishiguro, con dos humanoides robots, en el museo, en junio de 2014.Y. Tsuno (AFP Photo)

De hecho, el estreno en 1924 en Tokio de la obra teatral del checo Karel Capek R.U.R. (Robots Universales Rossum) —allí se presentó como jinzo ningen (humano artificial)— provocó entonces una fiebre robótica en Japón que ha perdurado hasta nuestros días.

La razón más superficial, pero importante, que nos señalan varios expertos de la industria en Japón es que toda una generación de japoneses, desde los años sesenta y setenta, se crio con unos dibujos animados en televisión, los famosos manga, en los que los robots, bastante humanoides, ayudaban a los humanos a superar sus problemas, en general en la lucha contra el mal o los malos. El mejor ejemplo fue Mazinger Z. En los manga, los robots son amigos de los niños. En las películas, novelas o cómics occidentales, los robots acaban casi siempre siendo un problema existencial para los humanos. Esa es la primera diferencia. Por su popularidad, y por su énfasis en el entretenimiento, los robots se utilizan en la actualidad mucho en Japón como publicidad de la marca que los fabrica (como Honda o Kawasaki) o los utiliza.

El segundo factor cultural puede tener que ver con la religión, a saber, el sintoísmo, predominante en Japón junto al budismo. Es este un aspecto que ha estudiado a fondo en el caso japonés la antropóloga estadounidense Jennifer Robertson, que me hizo descubrir Eduardo Castelló, ahora en el Media Lab del MIT (Massachusetts Institute of Technology), ingeniero que acaba de terminar un doctorado en Osaka sobre robots enjambres, dirigido por el famoso profesor Hiroshi Ishiguro, el que se ha construido un robot idéntico a sí mismo, el Geminoid HI-1. El sintoísmo atribuye características anímicas a muchas cosas, le preocupa ante todo la pureza y la polución y ve energías vitales (kami) en muchos aspectos del mundo, ya sea árboles, rocas, personas, etcétera. Este sustrato cultural facilita o hace más natural la relación con los robots. A lo que hay que sumar que es una sociedad en la que domina la soledad y los robots pueden hacer compañía.

Tercero es la forma en la que el Gobierno japonés ha abordado, primero en su plan Innovación 25 y más recientemente en su Estrategia Nacional de Robots, esta cuestión, poniendo el énfasis de la robotización en la fabricación misma de estas máquinas —Japón quiere convertirse en una superpotencia en robots—, en su introducción en los procesos industriales y de servicios para aumentar la productividad, y también insistiendo en su uso para la sanidad, para enfermería y el cuidado a los mayores en una sociedad envejecida, en la agricultura, en la construcción e infraestructuras, donde escasea la mano de obra, y en el remedio ante los desastres naturales, sobre todo los terremotos y los a veces consiguientes tsunamis. Los robots no están “pensados para reemplazar a los humanos, sino para hacer cosas que no puede hacer la gente”, señala en Tokio Atsushi Yashuda, director de Manufactura en la División de Política de Robots del METI (Ministerio de Economía, Comercio e Industria).

El profesor Ishiguro asegura que un androide puede expresar “emociones que parezcan humanas”

Es este ministerio el que está detrás de este empuje, a diferencia de EE UU, donde una parte de la robótica deriva del impulso del sector militar y sobre todo de la famosa DARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa, en sus siglas en inglés), que alimenta con sus fondos una parte de la investigación universitaria. En el entorno académico japonés, en un país que se ha vuelto profundamente pacifista desde la II Guerra Mundial, de la que fue uno de los desencadenantes, hay un rechazo a lo militar, aunque Defensa haya empezado a impulsar investigaciones sobre trajes militares robotizados u otros aspectos. La robotización sale sobre todo del sector civil, a la que pertenece la Fundación para la Iniciativa de la Revolución Robótica.

Pues los japoneses son muy conscientes de que se trata de una revolución, y la fomentan. Como en Europa y EE UU, algunos estudios en Japón concluyen que la robotización y en general la automatización pueden hacer desaparecer en los próximos 10 o 20 años la mitad de los empleos ahora existentes (aunque se creen otros). Pero no es esta una preocupación esencial.

Ningún país tiene más autómatas por trabajador: están centrados en usos civiles y en desentrañar los misterios del cerebro humano

En cuanto a los humanoides, el profesor Ishiguro señala en su despacho en la Universidad de Osaka que el objetivo de estos robots es ser capaces de interac­tuar con nuestro cerebro. Los necesitamos para “mirar dentro de nosotros mismos”, pues, en contra de lo que se esperaba, opina que la neurociencia no está logrando desentrañar el funcionamiento de la mente humana. En esto coincide con la apreciación de Hiroshi Fujiwara, director ejecutivo de la Asociación Japonesa de Robots, que agrupa a empresas del sector, para el cual los robots humanoides sirven ante todo para conocernos a nosotros mismos. La última aportación de Ishiguro es una robot de nombre Kodomoroid, hecha a semejanza de una presentadora de televisión, capaz de sacar noticias de Internet y leerlas. El próximo objetivo de Ishiguiro, señala, es construir un robot que pueda formular intenciones propias.

En el METI se insiste en que, a diferencia de 10 años atrás, se pone ahora menor énfasis en los humanoides, pues es, por ejemplo, más importante que un robot sea capaz de levantar a ancianos de sus camas a que parezca humano. Sin embargo, el robot bebé foca Paro, también japonés, que ya se utiliza en centros en todo el mundo, sirve para establecer una relación emocional con personas con alzhéimer o demencia. También las emociones sirven para comunicar información, insiste Ishiguro, para el cual un androide puede expresar “emociones que parezcan humanas”.

Uno de sus ayudantes, el profesor Kazuya Sakamoito, nos indica cómo se utilizan los humanoides por ejemplo en el teatro. Una compañía así se presentó hace unos años en Barcelona, y un conocido autor japonés como Oriza Hirata se ha especializado en ello. Se ha adaptado Las tres hermanas, de Chéjov, para humanoides en 2013. Pueden ser mejores actores que los humanos, insiste Sakamoito. En Kawasaki —uno de los mayores fabricantes de robots industriales de Japón— nos enseñan también un vídeo de un famoso ballet de brazos de robots con bailarines humanos.

Quizás por todas estas razones, no la robótica sino el debate ético sobre los robots, está más atrasado en Japón que en Europa o en EE UU. Todas ellas contribuyen a explicar la relación de Japón, el país con más robots del mundo por trabajador, con estas máquinas.

Andrés Ortega, investigador sénior del Real Instituto Elcano, está escribiendo un libro sobre el impacto de la robotización y la automatización.

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